Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado las cosas que el apóstol Pablo dice al obispo Tito. Pero, ¿cuántas virtudes debemos tener los obispos? ¿Hemos escuchado todos no? Y no es fácil, no es fácil porque nosotros somos pecadores pero nos confiamos en vuestra oración para que al menos nos acerquemos a estas cosas que el apóstol Pablo aconseja a todos los obispos. ¿De acuerdo? ¿Rezareis por nosotros?
Ya hemos tenido forma de subrayar, en las catequesis precedentes, como el Espíritu Santo colma siempre la Iglesia de sus dones, con abundancia. Ahora, en la potencia y en la gracia de su Espíritu, Cristo no deja de suscitar ministerios, para edificar las comunidades cristianas como su cuerpo. Entre estos ministerios, se distingue el episcopal. En el obispo, asistido por presbíteros y diáconos, está Cristo mismo que se hace presente y que continúa cuidando de su Iglesia, asegurando su protección y su guía.
En la presencia y en el ministerio de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos podemos reconocer el verdadero rostro de la Iglesia: es la Santa Madre Iglesia Jerárquica. Y realmente, a través de estos hermanos elegidos por el Señor y consagrados con el sacramento del Orden, la Iglesia ejercita su maternidad: nos genera en el Bautismo como cristianos, haciéndonos renacer en Cristo; vigilia en nuestro crecimiento en la fe; nos acompaña a los brazos del Padre, para recibir su perdón; prepara para nosotros la mesa eucarística, donde nos nutre con la Palabra de Dios y el Cuerpo y la Sangre de Jesús; invoca sobre nosotros la bendición de Dios y la fuerza de su Espíritu, sosteniéndonos durante toda nuestra vida y envolviéndonos con su ternura y su calor, sobre todo en los momentos más delicados de la prueba, del sufrimiento y de la muerte.
Esta maternidad de la Iglesia se expresa en particular en la persona del obispo y en su ministerio. De hecho, como Jesús ha elegido los apóstoles y los ha enviado a anunciar el Evangelio y a pastar su rebaño, así los obispos, sus sucesores, son puestos a la cabeza de las comunidades cristianas, como garantes de su fe y como signo vivo de la presencia del Señor en medio de ellos. Comprendemos, por tanto, que no se trata de una posición de prestigio, de una carga honorífica. El episcopado no es un honor, es un servicio y esto Jesús lo ha querido así. No debe haber sitio en la Iglesia para la mentalidad mundana. La mentalidad mundana habla de ‘este hombre ha hecho la carrera eclesiástica y se ha hecho obispo’. En la Iglesia no debe haber sitio para esta mentalidad. El episcopado es un servicio no un honor para presumir. Ser obispos quiere decir tener siempre delante de los ojos el ejemplo de Jesús que, como Buen Pastor, ha venido no para ser servido sino para servir y para dar su vida por sus ovejas. Los santos obispos -y hay muchas en la historia de la Iglesia, tantos obispos santos- nos muestran que este ministerio no se busca, no se pide, no se compra, sino que se acoge en obediencia, no para elevarse, sino para abajarse, como Jesús que «se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz». Es triste cuando se ve un hombre que busca este oficia, y que hace tantas cosas para llegar allí, y cuando llega allí no sirve, se pavonea, vive solamente por su vanidad.
Hay otro elemente precioso, que merece ser destacado. Cuando Jesús eligió y llamó a los apóstoles, los ha pensado no separados uno del otro, cada uno por cuenta propia, sino juntos, para que estuvieran con Él, unidos, como una sola familia. También los obispos constituyen un único colegio, recogido entorno al Papa, el cual es guardián y garante de esta profunda comunión, que estaba tanto en el corazón de Jesús y en el de sus mismos apóstoles. ¡Qué bonito es cuando los obispos, con el Papa, expresan esta colegialidad! Y buscan ser más, más, más servidores de los fieles, más servidores en la Iglesia. Lo hemos experimentado recientemente en la Asamblea del Sínodo sobre la familia. Pero pensemos en todos los obispos dispersos en el mundo que, aún viviendo en localidades, culturas, sensibilidades y tradiciones diferentes y lejanas entre ellos, de una parte a la otra. Un obispo me decía el otro día que para llegar a Roma eran necesarias, desde donde él estaba, más de 30 horas de avión. Tan lejano uno de otro se convierten en expresión de una unión íntima en Cristo, y entre sus comunidades. Y en la oración común eclesial todos los obispos se ponen juntos a la escucha del Señor y del Espíritu, siendo así capaz de prestar atención más profundamente al hombre y los signos de los tiempos.
Queridos hermanos, todo esto nos hace comprender porqué las comunidades cristianas reconocen en el obispo un don grande, y están llamadas a alimentar una sincera y profunda comunión con él, a partir de los presbíteros y los diáconos. No hay una Iglesia sana si los fieles, los diáconos y los presbíteros no están unidos al obispos. Esta Iglesia no unida al obispo es una Iglesia enferma. Jesús ha querido esta unión de todos los fieles con el obispos, también de los diáconos y los presbíteros. Y esto lo hacen en la conciencia que es precisamente en el obispo que se hace visible la unión de cada Iglesia con los apóstoles y con todas las otras comunidades unidas con su obispo y el Papa en la única Iglesia del Señor Jesús, que es nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica.