Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy queremos detenernos en un don del Espíritu Santo que muchas veces es malentendido o considerado de un modo superficial, y que, sin embargo, toca en el corazón de nuestra identidad y de nuestra vida cristiana: se trata del don de la piedad.
Es necesario aclarar que este don no se identifica con tener compasión hacia alguien, hacia el prójimo, sino que indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo profundo con Él, un vínculo que da sentido a toda nuestra vida y que nos mantiene firmes, en comunión con Él, también en los momentos más difíciles y preocupantes.
1. Este vínculo con el Señor no se entiende como un deber o una imposición. Es un vínculo que viene de dentro. Se trata, sin embargo, de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, donada desde Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos colma de entusiasmo, de alegría. Por esto, el don de la piedad suscita en nosotros, sobre todo, la gratitud y la alabanza. Es el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos conforta el corazón y nos mueve casi de forma natural a la oración y a la celebración. Piedad, por tanto, es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de esa capacidad de rezarle con amor y sencillez que es propia de las personas de corazón humilde.
2. Si el don de la piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a vivir como sus hijos, al mismo tiempo nos ayuda a verter ese amor hacia los demás y a reconocerlos como hermanos. Entonces sí que nos moveremos por sentimientos de piedad, no de pietismo, con respecto a los que tenemos alrededor y los que nos encontramos todos los días. ¿Por qué digo no de pietismo? Porque algunos piensan que tener piedad es cerrar los ojos, poner cara de bueno, así, fingir que somos santos. Eso no es el don de la piedad, en piamontés decimos: (…) Esto no es el don de la piedad.
Seremos capaces, verdaderamente, de alegrarnos con los que están alegres y de llorar con los que lloran, de estar cercanos a los que están solos o angustiados, de corregir a quien se equivoca, de consolar a quien está afligido, de acoger y de socorrer a quien lo necesita. Hay una relación muy estrecha entre el don de la piedad y la mansedumbre. El don de la piedad que nos da el Espíritu Santo nos hace mansos, nos hace tranquilos, pacientes, en paz con Dios, al servicio con mansedumbre de los demás.
Queridos amigos, en la carta a los Romanos, el apóstol Pablo afirma: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios: ¡Padre!” (Rm 8,14-15). Pidamos al Señor que el don de su Espíritu pueda vencer nuestros temores y nuestras inseguridades y nuestro espíritu inquieto e impaciente y pueda hacernos testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad y en el servicio al prójimo con mansedumbre, con la sonrisa que el Espíritu Santo nos da en la alegría. Que el Espíritu Santo nos dé este don de la piedad.