Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
En las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy resuena por dos veces la palabra “testigos”. La primera vez, en los labios de Pedro: él, después de la curación del paralítico ante la puerta del templo de Jerusalén, exclama: “Mataron al autor de la vida.
Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos”. La segunda vez es en los labios de Jesús resucitado: Él, la tarde de Pascua, abre la mente de los discípulos al misterio de su muerte y resurrección y les dice: “Ustedes son testigos de todo esto”. Los Apóstoles, que vieron con los propios ojos a Cristo resucitado, no podían callar su extraordinaria experiencia. Él se había mostrado a ellos para que la verdad de su resurrección llegara a todos mediante su testimonio. Y la Iglesia tiene la tarea de prolongar en el tiempo esta misión; cada bautizado está llamado a dar testimonio, con las palabras y con la vida, que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo y presente en medio de nosotros. Todos nosotros estamos llamados a dar testimonio de que Jesús está vivo.
Podemos preguntarnos: pero, ¿quién es el testigo? El testigo es uno que ha visto, que recuerda y cuenta. Ver, recordar y contar son los tres verbos que describen la identidad y la misión. El testigo es uno que ha visto, con ojo objetivo, ha visto una realidad, pero no con ojo indiferente; ha visto y se ha dejado involucrar por el acontecimiento. Por eso recuerda, no solo porque sabe reconstruir en modo preciso los hechos sucedidos, sino también porque aquellos hechos le han hablado y él ha captado el sentido profundo. Entonces el testigo cuenta, no de manera fría y distante sino como uno que se ha dejado poner en cuestión y desde aquel día ha cambiado de vida. El testigo es uno que ha cambiado de vida.
El contenido del testimonio cristiano no es una teoría, no es una ideología o un complejo sistema de preceptos y prohibiciones o un moralismo, sino que es un mensaje de salvación, un acontecimiento concreto, es más, una Persona: es Cristo resucitado, viviente y único Salvador de todos. Él puede ser testimoniado por quienes han hecho una experiencia personal de Él, en la oración y en la Iglesia, a través de un camino que tiene su fundamento en el Bautismo, su alimento en la Eucaristía, su sello en la Confirmación, su continúa conversión en la Penitencia. Gracias a este camino, siempre guiado por la Palabra de Dios, cada cristiano puede transformarse en testigo de Jesús resucitado. Y su testimonio es mucho más creíble cuanto más transparenta un modo de vivir evangélico, gozoso, valiente, humilde, pacífico, misericordioso. En cambio, si el cristiano se deja llevar por las comodidades, por las vanidades, por el egoísmo, si se convierte en sordo y ciego ante la pregunta sobre la “resurrección” de tantos hermanos, ¿cómo podrá comunicar a Jesús vivo, como podrá comunicar la potencia liberadora de Jesús vivo y su ternura infinita?
María, nuestra Madre, nos sostenga con su intercesión para que podamos convertirnos, con nuestros límites, pero con la gracia de la fe, en testigos del Señor resucitado, llevando a las personas que nos encontramos los dones pascuales de la alegría y de la paz”.
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración del Regina Coeli:
Regina coeli, laetare, alleluia…
Al concluir la plegaria, el Papa se refirió al naufragio de un viejo pesquero con centenares de inmigrantes ocurrido este domingo frente a las costas de Libia:
“Queridos hermanos y hermanas,
están llegando en estas horas noticias relativas a una nueva tragedia en las aguas del Mediterráneo. Una embarcación cargada de migrantes volcó la pasada noche a unas 60 millas de la costa libia y se teme que haya centenares de víctimas.
Expreso mi más sentido dolor ante tal tragedia y aseguro para los desaparecidos y sus familias mi recuerdo y mi oración. Dirijo un apremiante llamamiento para que la comunidad internacional actúe con decisión y rapidez para evitar que similares tragedias se repitan.
Son hombres y mujeres como nosotros, hermanos nuestro que buscan una vida mejor, hambrientos, perseguidos, heridos, explotados, víctimas de guerras, buscan una vida mejor… Buscaban la felicidad…
Les invito a rezar en silencio antes y después todos juntos por estos hermanos y hermanas”.
Tras un momento de silencio, el Pontífice y los fieles presentes en la Plaza de San Pedro rezaron un Ave María:
Ave María…
A continuación, llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Obispo de Roma:
“Dirijo un cordial saludo a todos ustedes, venidos de Italia y de tantas partes del mundo: a los peregrinos de la diócesis de San Andrés, en Brasil, a los de Berlín, Múnich y Colonia, a los estudiantes de Grafton (Australia) y a los de Sant Feliu de Llobregat (España). Saludo a los polacos de la diócesis de Rzeszów y manifiesto mi cercanía a los participantes en la “Marcha por la santidad de la vida” que se desarrolla en Varsovia, animando a defender y a promover siempre la vida humana.
Saludo a la Acción Católica de Formia, los fieles de Milán, Lodi, Limbiate y Torre Boldone (Bérgamo); a los chicos de Turín, Senigallia, Almenno San Salvatore, Villafontana y Grássina; a los jóvenes de Noventa Vicentina y Catania; al coro de Trecate y a los socios del Lions Club.
Un saludo especial al grupo de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, con ocasión de la actual Jornada Nacional de apoyo a este gran Ateneo. Es importante que pueda continuar para seguir formando a los jóvenes en una cultura que conjugue fe y ciencia, ética y profesionalidad”.
El Santo Padre dedicó también unas palabras a la exposición de la Sábana Santa de Turín:
“Hoy comienza en Turín la solemne ostensión de la sagrada Síndone. También yo, si Dios quiere, iré a venerarla el próximo 21 de junio. Espero que este acto de veneración nos ayude a todos a encontrar en Jesucristo el rostro misericordioso de Dios y nos ayude a reconocerlo en los rostros de los hermanos, especialmente en los que más sufren”.
Como de costumbre, Francisco concluyó su intervención diciendo:
“Por favor, no se olviden de rezar por mí. Les deseo a todos un buen domingo y ¡buen almuerzo!”