El 23 de abril de 1522 nace en Florencia, Alejandra Lucrecia Rómola, hija de la noble familia de´ Ricci, que tuvo mucho poder y importancia en la ciudad.
Muerta su madre cuando ella era todavía muy niña, quedó bajo el cuidado de una madrastra. Poco después la puso su padre en el convento de las monjas de Monteceli donde estaba una tía suya. Allí recibe su primera educación y sobresale por su aplicación en los estudios.
A la niña le gustan los relatos de la Pasión de Cristo. Celeberrimo es el Crucifijo que se venera en aquel monasterio y que desde entonces se llama el Crucifijo de la Alejandrina.
A los doce años participa en un retiro en la comunidad del monasterio de san Vicente Ferrer en Prato, perteneciente a la Tercera Orden Regular de Santo Domingo.
Queda impactada por el estilo de vida y trabajo de las hermanas y pide la admisión en la comunidad. Cuando su padre fue a buscarla para volverla a casa, no quiso ir. El lunes de Pentecostés, 18 de mayo de 1535, a los trece años, tomó el hábito de terciaria de Santo Domingo, de manos de su tío Timoteo de´ Ricci O.P., mudando el nombre de Alejandrina por el de Catalina.
Profesó al año siguiente y dio en tal forma a la contemplación, singularmente de la Pasión del Señor, que de ordinario estaba abstraída de los sentidos. Por su gran humildad, siempre se puso bajo la obediencia de los superiores.
Dotada de natural prudencia, fue superiora dieciocho años, ganando mucho las religiosas en lo espiritual y en lo temporal por las muchas limosnas que le enviaban, con lo que pudo acabar la fábrica del convento y acoger muchas jóvenes.
Catalina era Madre Priora de una comunidad de, por lo menos, 120 monjas y que en unos años llegó a contar hasta 160 religiosas… Durante doce años, 1542-1554, revivió en su cuerpo las llagas del Crucificado y la Pasión del Señor.
Poco después de su profesión, el Señor vino a visitarla enviándole una terrible y múltiple enfermedad, ya que fueron varias las dolencias que a la vez afligían su débil cuerpo. Las mismas religiosas y los médicos quedaban admirados cómo era posible que pudiera resistir tanto dolor de todo tipo.
Se le apareció un alma beata de su Orden, hizo sobre ella la señal de la cruz y quedó curada por varios años. Durante estos atroces tormentos tenía una medicina que la curaba, por lo menos le daba paz y alivio: Era el meditar en la Pasión del Señor, en los muchos dolores que Él sufrió por nosotros… Meditaba paso a paso, en toda su viveza y a veces se le manifestaba el Señor bien con la Cruz a cuestas, bien coronado de espinas o clavado en la Cruz.
Recibió muchos dones y regalos del cielo: revelaciones, gracias de profecía y milagros, el don de leer los corazones… Luces especiales en los más delicados asuntos de los que ella nada sabía. Por ello acudieron a consultarla Papas, cardenales, los principes de Florencia, el Hijo del Rey de Baviera, igual que personas sencillas y humildes. A todos atendía con gran bondad y humildad ya que se veía anonada por sus miserias y se sentía la más pecadora de los mortales. Tuvo gran amistad y correspondencia con San Carlos Borromeo, San Felipe Neri, San Pío V y Santa María Magdalena de´ Pazzi. El día Primero de febrero de 1590 recibió los santos sacramentos. Recibió el viático de rodillas, su rostro se resplandecía como él de un ángel.
Llamó después a las religiosas, les hizo una exhortación al amor de Dios y a la observancia regular, poniéndose de nuevo en oración hasta la noche. Muriò poco después, era el día dos de febrero del año 1590 y toda la ciudad de Prato se conmovió.
Fue beatificada por Clemente XII el 23 de noviembre de 1732 y canonizada por Benedicto XIV el 29 de Junio de 1746. Catalina es también compatrona de la ciudad y diocesis de Prato en Italia, y en Guantánamo, desde 1836, una parroquía está dedicada a ella (hoy catedral).
Llena del fuego del Espíritu Santo buscó incansablemente la gloria del Señor. Promovió la reforma de la vida regular, inspirada especialmente por fray Jerónimo Savonarola, a quien admiraba con agradecido afecto. Su amor a la Pasión del Señor la llevó a componer el «Cántico de la Pasión», una meditación reposada sobre los sufrimientos de Cristo.
Debemos a su maestra, Sor María Magdalena Strozzi, si Catalina empezò a escribir sus extraordinarias experiencias místicas. Una muchedumbre de «Cartas» son muestra de su profundo itinerario en el Espíritu. Trabajó con solicitud en la atención de enfermos, hermanas o laicos. La extraordinaria abundancia de carismas celestiales, junto con una exquisita prudencia y especial sentido práctico, hicieron de ella la superiora ideal.
El cuerpo incorrupto de la santa se venera en la Basilica menor de San Vicente Ferrer y Santa Catalina de´ Ricci en Prato, donde las monjas dominicas siguen viviendo su espiritualidad y su mensaje de amor.