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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

hemos evidenciado en la catequesis precedente cómo el Señor continúa a pastar su rebaño a través del ministerio de los obispos, asistidos por los presbíteros y de los diáconos. Es en ello que Jesús se hace presente, en el poder de su Espíritu, y continúa sirviendo la Iglesia, alimentando en ella la fe, la esperanza y el testimonio en la caridad. Estos ministerios, constituyen por tanto, un gran don del Señor para cada comunidad cristiana y para toda la Iglesia, en cuanto que son un signo vivo de su presencia y de su amor. Hoy queremos preguntarnos: ¿qué se pide a estos ministros de la Iglesia, para que puedan vivir de forma auténtica y fecunda el propio servicio?

En las «Cartas pastorales» enviadas a sus discípulos Timoteo y Tito, el apóstol Pablo se detiene con atención sobre la figura de los obispos, los presbíteros y los diáconos. También sobre la figura de los fieles, de los ancianos, los jóvenes… Se detiene en una descripción de cada cristiano en la Iglesia, delineando para los obispos, presbíteros, y diáconos lo que son llamados y las prerrogativas que deben ser reconocidas en aquellos que son elegidos e investidos de estos ministerios. 

Entonces, es emblemático como, junto a las dotes inherentes a la fe y la vida espiritual, que no pueden ser descuidadas, son en la vida misma, sean enumeradas algunas cualidades exquisitamente humanas: la acogida, la sobriedad, la paciencia, la mansedumbre, la fiabilidad, la bondad de corazón. Repito: la acogida, la sobriedad, la paciencia, la mansedumbre, la fiabilidad, la bondad de corazón. Es este el alfabeto, ¡es esta la gramática de base de cada ministerio! Debe ser la gramática de base de cada obispos, cada presbítero, cada diácono. Sí, porque sin esta predisposición bella y genuina para encontrar, conocer, dialogar, apreciar y relacionarse con los hermanos de forma respetuosa y sincera, no es posible ofrecer un servicio y un testimonio realmente alegre y creíble.

Después hay una actitud de fondo que Pablo recomienda a sus discípulos y, como consecuencia, a todos aquellos que son investidos por el ministerio episcopal, sean obispos, presbíteros, sacerdotes o diáconos. El apóstol exhorta a reavivar continuamente el don que ha sido recibido. Esto significa que debe estar siempre viva la conciencia de que no se es obispo, sacerdote o diácono porque se es más inteligente, más bueno o mejor que los otros, sino debido a la fuerza de un don, un don de amor otorgado por Dios, en el poder de su Espíritu, por el bien de su pueblo. Esta conciencia es realmente importante y constituye una gracia para pedir cada día. De hecho, un pastor que es consciente que el propio ministerio fluye únicamente de la misericordia y del corazón de Dios no podrá nunca asumir una actitud autoritaria, como si todos estuviera a sus pies y la comunidad fuera su propiedad, su reino personal.

La conciencia de que todo es don, todo es don, todo es gracia, ayuda a un Pastor también a no caer en la tentación de ponerse en el centro de atención y de confiar solamente en sí mismo. Son las tentaciones de la vanidad, el orgullo, de la suficiencia, la soberbia. Ay si un obispo, un sacerdote o un diácono pensaran saber todo, tener siempre la respuesta justa para cada cosa y no necesitar de nadie. Al contrario, la conciencia de ser él el primer objeto de la misericordia y de la compasión de Dios debe llevar a un ministro de la Iglesia a ser siempre humilde y comprensivo en la relacionado con los otros.

Aun en la conciencia de ser llamado a custodiar con valentía el depósito de la fe, él se pondrá en escucha de la gente. Es consciente, de hecho, de tener siempre algo que aprender, también de aquellos que pueden estar aún lejos de la fe y de la Iglesia. Con los propios hermanos, después, todo esto debe llevar a asumir una actitud nueva, comprometida con el compartir, la corresponsabilidad y la comunión.

Queridos amigos, debemos estar siempre agradecidos al Señor, porque en la persona y en el ministerio de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos continúa a guiar y a formar su Iglesia, haciéndola crecer a lo largo del camino de la santidad. Al mismo tiempo, debemos continuar rezando, para que los pastores de nuestras comunidades puedan ser imagen viva de la comunión y del amor de Dios. Gracias

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